De todos los intentos que se han hecho para definir a un humorista, el que mejor le cuadraba, creo yo, a mi padre, por sus dichos y obras, es la que lo caracteriza de “lesionado cerebral”, entiéndase en el sentido menos dramático de la palabra. Digo menos pero no nada, porque al cabo su ocasional alegría que tan bien contagiaba, era como suele decirse y mi padre no era en eso una excepción, una forma de distraer la preocupación, los disgustos y la amargura que tanto se llevan de la vida de cada cual.
El, a su modo, lo llamaba parecidamente diciendo que en la familia, no se si la Vidal, la Pérez o las dos (en cuyo caso vamos dados, hermanos), había indudablemente “un cromosoma loco”.
Pues este cromosoma loco protagonizó una, bien sonada, en las fiestas de Cancarix de ya no se que año.
Doy por sentado que hasta los mas tiernos brotes familiares saben donde sitúa esta aldea de poco mas que cuatro casas y cuyas fiestas, en pareja proporción, consistían en cuatro puestos de golosinas y juguetes, unas banderitas de colores colgando de cuatro cables mal tirados, y una pequeña orquesta. Y tan pequeña, le queda grande hasta el nombre. Eran tres músicos, siempre los mismos, se llamaban “Los Picazo” y tocaban subidos al remolque de un tractor. A su pie, todos los aldeanos y algunos más de Minateda y Agramón, se entregaban al baile.
Estaba ya el ambiente animado cuando llegamos. Mi padre, después de mirar en todas direcciones agradablemente sorprendido y con los correspondientes ¡Anda mi madre!, otorgó inmediatamente a aquel tinglado el rango de divertidísimo. Y se puso a ello.
Lo primero que hizo fue sacar a bailar una por una a las tres catetas más gordas que encontró. Una de ellas le dio bastante juego y se dedicó a hacer tonterías con sus extremidades inferiores, una cosa muy parecida a sacudirse el barro, o acaso la mierda, con pataditas al aire, de esas zapatillas azules que se compraba todos los veranos. Cuando parecía querer acostar su cabeza sobre la enorme clavícula de su pareja, la señora, indicando bien su origen y crianza, se reía a grandes gritos que a mi padre parecían darle mas cuerda.
Cuando se cansó de bailar se acercó a los puestos de golosinas y encontró dos cosas de su agrado. ¡Hombre torraos! Y se compró un cucurucho de garbanzos tostados. ¡Déme usted también una pelotica de esas! Se trataba de un juguete muy popular en aquellos años. Una pelota de cuero de la que salía una goma elástica en cuyo extremo hacía un anillo para sujetársela al dedo anular, así, si se lanzaba la pelota volvía nuevamente a la mano.
Se comía un torrao y tiraba la pelota al suelo. De vuelta, unas veces la pillaba y otras no, con lo que la pelota volvía a subir y terminaba dándole en la cabeza, en el hombro, y una vez, me acuerdo, ¡Adiós! en una de las patillas de las gafas que se le quedaron escacharradas en la cara.
La cosa empezaba a ser notoria e inquietante. No puedo menos que llamar la atención de un niño. Mucho es decir eso, el nene era la perfecta encarnación de la machadiana expresión del “atónito palurdo” castellano. Miraba los manejos de mi padre apoyado con su hombro en un portalón y chupándose –literalmente- un dedo. Se dio cuenta, en una de esas que le estaba mirando, y dando un paso hacia él y extendiendo el brazo con el cucurucho, dijo con acento que le debió parecer del lugar: “Nene quiés torrauuus! El niño no movió un músculo, solo abrió un poco mas los ojos, momento en el que fiuuuu le fue la pelota que le pasó a dos dedos de la nariz, porque estaba de medio perfil.
Aquí si el niño echó a correr y se llevó con él a tres o cuatro que jugaban a su lado mas distraídos. Mi padre también corrió un poquito y cuando ya le pareció, echando todo el cuerpo hacia delante y quedándose apoyado en un solo pié plano, soltó un pelotazo de acompañamiento que esta vez si dio en la mismísima chola del último y más pequeño fugitivo. ¡Mamaaa´!
De regreso no faltó el consabido “Jose por Dios” de mi madre y él se refugió en el tumulto del bailongo. Cinco minutos después viendo que no aparecía ningún padre airado ni tampoco la Guardia Civil, remató con esta perla: “bueno, si le he dejado tonto no se lo han notado aun en casa”.
Y ahora qué. ¿Cómo? Pues a jugar al baloncesto, hombre, ya veréis.
Había en las cercanías de la Iglesia, próxima al baile, una pista con dos canastas medio inservibles, los aros no tenían red y los tableros estaban rotos y carcomidos, pero le vinieron bien. El solito organizó un partido de baloncesto con una pelota imaginaria que iba encestando, ora en una canasta, ora en otra.
Hizo mil idioteces, porque al partido no le faltó de nada. Mucho bote de balón, combinaciones consigo mismo, canastas, rebotes, alegrías de ganador y disgustos de derrotado. Lo mejor venía cuando lanzado al ataque perdía el balón que solo él veía, y atacaba el tablero enemigo. Con lo poco ágil que era se jugó el tipo varias veces con tanta cabriola.
Mi madre y mis hermanos reían de buena gana, yo también pero algo mas nerviosamente, porque a tan tierna edad iban juntas la risa y la vergüenza que sentía. La última terminaba predominando cuando ya volvía en sí y dejaba de hacer tonterías. Con ella en máximos niveles sanguíneos me metí en el coche cuando ya decidimos marcharnos.
Es que preparaba unas que no había donde esconderse.
Las mismas que hoy, al recordarlas, me hacen reír en plena calle y le ponen a los transeúntes que me cruzo la misma cara, un poco mas curtida, que tenían los niños de Cancarix al ver sus habilidades con las pelotas, grandes o pequeñas, que todas le servían cuando se le venían a la irrepetible que él tenía sobre los hombros.